jueves, 30 de abril de 2009

Ibargüengoitia

Cada quien sus héroes II



“-Y ese árbol que usted ve ahí profesor, es un eucalípto- dijo Espinoza señalando un encíno” -Jorge Ibargüengoitia, Estas Ruinas que ves (1974).

El único excéntrico que he conocido -y reconocido como tal- era un tío político mío. Uno de los hombres más listos y más industriosos que he conocido. La profesión más antigua que yo le conocí fue la de administrador de una fundición; cuando se aburrió puso una fundición artística -todo esto en un pueblo en donde no había ni un solo escultor-; cuando cerró la fundición puso una planta avícola en la sala de su casa -en su buró había un nido de palomas mensajeras-; después abrió una fábrica de licores e inventó una crema, muy parecida al chartreuse, que se llamaba crema Vergine; después compró un caserón y pasó varios años reformándolo -él solo, sin ayuda de albañil- y cuando terminó la alberca, otro tío mío me dijo:
-¿Tú crees que va a llenarla con agua de la llave? Nada de eso. Va a comprar un tanque de oxígeno y dos de hidrógeno y va a producir su propia agua.
Y aquí hemos llegado a otra característica de los excéntricos, que consiste en una capacidad fuera de lo común para inspirar leyendas. Un excéntrico rodeado de malos observadores o de gente que lo considera normal está perdido". Ideas en venta.

4: Testimonio de don Gustavo Hernández
Pregúnteme usted: ¿qué tiene que hacer las noches de todos los sábados en un burdel un hombre que tiene esposa y varias hijas y vive feliz con ellas? No sé qué contestarle, pero así era yo. Estaba obnubilado. Cada sábado, dando las nueve en el reloj de la parroquia, cerraba la mercería y me iba al México Lindo. En el momento en que pisaba yo el interior de aquel lugar todo me parecía bonito: el decorado, las mujeres, la música. Hice de todo: bailé, bebí, platiqué y ninguna de las mujeres que pasaron por allí entre 57 y 60 se me escapó.
Regresaba a mi casa rayando el sol. "¿Dónde estuviste?", me preguntaba mi mujer. "En una junta de Acción Católica." Nunca me creyó. Durante años sospechó que yo tenía una amante. No sabe que la engañé con cuarenta y tres.
Doña Arcángela me decía:
—No se prive de nada, don Gustavo. Cuando no traiga dinero nomás echa una firma. Para mí usted es como el Banco de México.
Estas palabras fueron mi caída. Una mañana llegó a la mercería el licenciado Rendón. En el portafolios traía notas firmadas por mí que sumaban más de catorce mil pesos. Quería saber cuándo iba yo a poder pagarlas.
Doña Arcángela se quedó con la mercería, pero el susto que tuve me curó del vicio y no he vuelto a sentir tentaciones de poner los pies en un burdel. Ahora vivo feliz en compañía de mi familia.

Las muertas.

No hay comentarios: